« La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».
En 1978, nuestra Carta Magna daba respuesta a las aspiraciones nacionalistas que desde el siglo anterior venían gestándose en España. De hecho, la Constitución dedicaba y dedica un amplio número de artículos a definir la organización territorial del Estado, a reconocer la existencia de nacionalidades y regiones e incluso a respetar los derechos históricos de los territorios forales.
Pero la inclusión del derecho a la autonomía no fue una novedad del texto de 1978. Hagamos un poco de memoria. Durante la I República, con el proyecto de Constitución federal de 1873 se proyectó convertir las regiones en Estados federativos:
Artículo 1º.- Componen la Nación Española, los Estados de Andalucía Alta, Andalucía Baja, Aragón, Asturias, Baleares, Canarias, Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Cataluña, Cuba, Extremadura, Galicia, Murcia, Navarra, Puerto Rico, Valencia, Regiones Vascongadas. Los Estados podrán conservar las actuales provincias o modificarlas, según sus necesidades territoriales.
En este caso se trataba de dotar, no de autonomía, sino de un grado de descentralización superior, pero este proyecto fue frustrado por el pronunciamiento del general Martínez Campos, la supresión de la República y la restauración de la monarquía borbónica.
Durante la II República, la Constitución de 1931 aceptaba la posibilidad de constituir gobiernos autónomos en algunas regiones. Y ese marco legal fue aprovechado por los nacionalistas catalanes para redactar su Estatuto de Nuria, que fue aprobado en referéndum popular con el 99% de los votos y presentado a Cortes para su discusión y aprobación. Así fue como Cataluña se convirtió en 1932 en la primera región en aprobar su Estatuto de autonomía. También los vascos elaboraron un proyecto de estatuto, el Estatuto de Estella, que fue aprobado iniciada ya la Guerra Civil española . El gallego llegó a aprobarse en el exilio en 1945.
Tras la guerra llegó la dictadura y, con ella, la concepción unitarista y centralista del Estado. El franquismo no solo abolió los estatutos de autonomía, también promovió la españolización de las regiones más influidas por los nacionalismos catalán, vasco y gallego.
Pero Franco murió y el proceso de transición a la democracia significó la vuelta del exilio de Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat en el exilio. Los primeros pasos para acelerar la demanda nacionalista se formalizaron con la concesión de las llamadas preautonomías. En septiembre de 1977 se restableció la Generalitat y en 1978 se formaron el Consejo General Vasco y la Xunta de Galicia provisional.
La Constitución estableció un proceso de descentralización a dos velocidades. Cada una de las regiones se regiría por un Estatuto de autonomía, norma jurídica que contendría las competencias e instituciones de las comunidades autónomas. El artículo 151 establecía un procedimiento rápido al que podrían acceder las nacionalidades históricas (Cataluña, País Vasco y Galicia) y abría la puerta a otras que cumpliesen determinadas condiciones siempre que se ratificase la decisión por referéndum, como hizo Andalucía. La vía lenta se recogía en el artículo 143, que regiría el proceso de la mayoría de las comunidades, a excepción de Navarra, cuyo sistema foral le permitía un mecanismo especial. Este es el origen de la expresión «café para todos», acuñada por el ministro de UCD, Manuel Clavero. Todas las regiones, y no solo las nacionalidades históricas, podrían acogerse al proceso de descentralización estatal.
Los primeros estatutos promulgados fueron los de Cataluña y País Vasco en 1979. Dos años después se aprobaron los de Galicia y Andalucía y entre 1982 y 1983 se aprobarían el resto de las comunidades autónomas. El régimen autonómico establecido para Ceuta y Melilla se aprobaría años después, en 1995.